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Soledades no deseadas

6 Sep, 2023

En los últimos años, la soledad se ha convertido en un asunto destacado en la agenda social y política de muchos países. El Reino Unido tomó la delantera en 2018, con el diseño de una estrategia nacional y la creación de un ministerio de nuevo cuño para ponerla en marcha. Sin embargo, se podría decir que no ha sido hasta la llegada de la covid-19 cuando la soledad ha adquirido carta de naturaleza como problema social y que, como tal, interpela al estado del bienestar, demandando tanto políticas preventivas como de refuerzo del tejido social.

La soledad es un fenómeno muy complejo y, por consiguiente, difícil de conceptualizar y medir (Adinberri Fundazioa, 2022: 18 ss.). A menudo, se confunde con el aislamiento social, es decir, con la escasez o inexistencia objetiva de relaciones sociales, pero, aunque hay nexos entre una y otro, se trata de realidades diferentes: una persona puede estar aislada sin sentirse sola, o viceversa. La definición más extendida de soledad la describe como el desajuste entre la cantidad o calidad de las relaciones sociales que una persona desea y la que efectivamente tiene. Es, por tanto, una experiencia subjetiva, que va acompañada de emociones negativas como tristeza, frustración, vergüenza o culpa.

La soledad puede ser puntual, recurrente o duradera, y se vincula con múltiples factores, de naturaleza tanto social como individual, que la provocan o la acrecientan. En el plano social, procesos como la transición demográfica, la urbanización, la globalización o las transformaciones en la estructura familiar o residencial tienen una clara incidencia en la soledad no deseada. Lo mismo sucede con cambios de índole cultural tales como la tendencia al individualismo. En el plano psicológico, la soledad se ha relacionado con la personalidad y los estilos cognitivos. Por otro lado, se sabe que determinadas condiciones o ciertos eventos vitales (discapacidad, enfermedad, dependencia, jubilación, pérdidas afectivas) pueden derivar en sentimientos de soledad. En este sentido, las transiciones entre etapas vitales se evidencian como periodos particularmente propicios para experimentar soledad no deseada.

La prevalencia de la soledad no deseada varía según los estudios y las sociedades donde se mida. En 2016, alrededor del 12 % la población comunitaria declaraba sentirse sola más de la mitad del tiempo, una circunstancia que afectaba principalmente a las personas mayores y que resultaba menos frecuente en los países nórdicos (6 %) que en el resto de la Unión Europea (Centro Común de Investigación, 2021: 7). La pandemia de la covid-19 cambió ese panorama, pues durante sus primeros meses la soledad declarada se duplicó hasta alcanzar alrededor del 25 % de la población comunitaria, con un incremento muy importante entre la juventud, al tiempo que las diferencias geográficas entre países se desdibujaron en gran medida. En España, una encuesta recién publicada (Casal et al., 2023) indica que la soledad no deseada afecta al 13,4 % de la población mayor de 15 años, con escasas diferencias entre mujeres (14,8 %) y hombres (12,1 %). En Euskadi, en cambio, sí que observa una mayor prevalencia entre las mujeres (un 4,1 % de las mujeres dicen sentirse solas frente a un 2,4 % de los hombres, según los últimos resultados disponibles de la Encuesta de Salud de Euskadi).

El riesgo de soledad no se distribuye de forma homogénea en el conjunto de la población y, de hecho, la literatura ha puesto de manifiesto su nexo con determinadas variables sociodemográficas (Martín Roncero y González-Rábago, 2021: 433). Aunque la prevalencia de este fenómeno suele ser mayor entre las mujeres, las diferencias entre sexos desaparecen cuando se controla por otras variables. El estado civil parece estar relacionado con la soledad, que registra una frecuencia más elevada entre personas solteras o viudas. Las investigaciones también apuntan a que la vulnerabilidad y la exclusión social incrementan el riesgo de soledad. La edad constituye otro factor vinculado a la soledad, la cual se detecta en mayor medida entre jóvenes y personas mayores. Sin embargo, la incidencia y peculiaridades de la soledad a lo largo del ciclo vital no se conocen con suficiente detalle, dado que la mayor parte de las investigaciones se han centrado en la senectud y solo en fechas recientes se ha indagado en otros grupos etarios, en especial, en la población juvenil.

Las consecuencias de la soledad no deseada no se limitan al malestar emocional. Como señalan Martín Roncero y González-Rábago, (2021: 433), “estudios de ámbito internacional han evidenciado que la soledad se asocia a un peor estado de salud, genera una mayor mortalidad por todas las causas, mayor riesgo de hipertensión y de enfermedades coronarias, problemas de salud mental (como depresión y suicidio), así como una mayor probabilidad de tener conductas perjudiciales para la salud (como un mayor consumo de tabaco o menores niveles de actividad física, o más obesidad). Los estudios longitudinales han mostrado de forma consistente y relevante esta asociación entre soledad y salud”.

Algunas investigaciones han calculado el coste económico de esos perjuicios en la salud que acarrea la soledad no deseada. Un informe publicado en abril de 2023 estima que este fenómeno supone en España un coste tangible aproximado de 14.141 millones de euros (el 1,17 % del PIB) considerando únicamente el importe de las recetas farmacéuticas, el uso de hospitales y otros servicios de asistencia, así como la pérdida de productividad. En cuanto al coste intangible, se calcula que provoca una reducción en la calidad de vida equivalente al 2,8 % de los años de vida ajustada por calidad (Casal, B. et al.,2023: 13).

Ante la extensión de la soledad no deseada y la magnitud de sus efectos, cada vez son más las administraciones públicas que están tomando cartas en el asunto. Una revisión de las principales políticas estatales sobre esta materia (Adinberri Fundazioa, 2022: 35 ss.) identifica tres mecanismos complementarios mediante los cuales se pretende dar una respuesta integral a la soledad: el diseño e implementación de estrategias (Escocia, Gales, Países Bajos, Reino Unido), la puesta en marcha de organismos de alto nivel especializados (ministerios en Japón y el Reino Unido, comité en Francia) y la aprobación de programas de acción (Países Bajos). Además, en varios países se han registrado iniciativas orientadas a la aprobación de una estrategia específica —o, al menos, a introducir el asunto en la agenda política estatal— (Alemania, Irlanda del Norte, Portugal) y se han creado comisiones, redes o asociaciones estatales dedicadas al abordaje de la soledad. La necesidad de afrontar el problema se registra asimismo en diversas regiones y municipios, algunos de los cuales ya se han dotado de estrategias propias de alcance territorial. En Euskadi, Gipuzkoa y Álava cuentan ya con herramientas de ese tipo y el Gobierno Vasco está elaborando la suya, alineada con estas.

 

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