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SOLEDADES MAYORES

22 Abr, 2020

 

UN RECORRIDO EN MEDIO DE LA PANDEMIA POR RESIDENCIAS DE ANCIANOS EN CATALUÑA

 

¿Qué pasa cuando no es posible decir adiós? ¿Cuando el momento que habías previsto tantas veces —la despedida, la muerte, la ceremonia del funeral— llega de una forma que parecía inconcebible? Escenarios imaginados que quedan enterrados, de un plumazo, por el coronavirus.

—Mi madre acaba de fallecer. Me han avisado de la residencia.

Es Domingo de Pascua. La madre de Marita, Juana Terrés, había cumplido 92 años en febrero y estaba en estado muy delicado a causa de una embolia. La última vez que su hija la vio despierta fue poco antes de que el 12 de marzo su residencia prohibiera las visitas de familiares como medida de protección para evitar contagios. Dos días antes de su muerte, cuando ya estaba inconsciente, Marita pudo verla de nuevo: entró en el centro con un permiso especial, el cuerpo y la frustración enfundados en un traje de protección para evitar el contagio.

A su madre, como al resto de los fallecidos en esta residencia de Sabadell (Cataluña), no le hicieron la prueba. No se sabe ni se sabrá con certeza si murió por COVID-19. Las semanas anteriores, Marita se había movilizado para apoyar las peticiones desesperadas de la dirección de la residencia, rebasada por la situación: pedían test para poder separar a los positivos de los negativos, pedían un condensador de oxígeno, pedían material y apoyo. Nada de eso llegó a tiempo. Entre el 26 de marzo y el 6 de abril murieron once de los ventisiete ancianos de la residencia Vivaldi. Juana fue la número doce.

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Las residencias de ancianos son uno de los puntos negros en la emergencia sanitaria causada por el coronavirus en España, sobre todo en los primeros compases tras la declaración del estado de alarma. El balance de casos de COVID-19 que ofrece a diario el Ministerio de Sanidad —y que a 17 de abril se eleva a algo más de 188.000 infectados, de los que cerca de 19.500 han muerto— no incluye a los mayores fallecidos en residencias a los que no se les hizo el test, como tampoco al resto de personas sin un positivo confirmado.

Por ahora, no hay un organismo que ofrezca la cifra de fallecimientos en centros de mayores de forma unificada: se debe calcular según los datos proporcionados por las comunidades autónomas, y cada una los ofrece de una forma y en un momento diferente. En esta emergencia las cifras caducan cada medianoche, pero según el mapa elaborado por RTVE a partir de los datos de las comunidades, hasta el 16 de abril han muerto en España cerca de 12.500 ancianos con COVID-19 o síntomas asimilables a los de esa enfermedad en residencias. La mayoría, unos 5.200, en Madrid; en Cataluña son más de 2.100, y en Castilla y León casi 2.000. No hacen falta números oficiales para saber que, además de en las UCI, es aquí, en los centros para mayores, donde se está escribiendo una de las páginas más desoladoras de esta pandemia.

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El Opel blanco de Marita aparca a pocos metros de la puerta del centro. Su hijo Teo, de 20 años, va en el asiento trasero guardando la distancia de seguridad; su otra hija, Laura, de 30, se acerca caminando. El marido de Marita está aislado en casa, con neumonía y sin ningún contacto con el resto de la familia. Frente a la residencia, antes de llamar a la puerta, Marita y sus hijos suavizan la pena por la muerte de Juana con frases cariñosas a distancia. Los abrazos se guardan para cuando todo esto acabe, ese momento borroso al que nadie aún se atreve a poner fecha.

La directora, Julia, les abre la puerta del edificio de tres plantas. Ni ella sale ni Marita y sus hijos cruzan el umbral: de nuevo manda la distancia de seguridad. La responsable de la residencia lleva bata, guantes y doble mascarilla. Separados por una barrera invisible, pronuncian palabras de pésame y consuelo por un lado, de agradecimiento por otro. Hablan del problema que ha supuesto no haber tenido test para los ancianos que siguen aislados aquí, casi todos con síntomas.

—A mí a lo largo de esta mañana me han preguntado ya dos veces que de qué ha muerto mi madre, que si era positiva. Ya me gustaría saberlo.

Con la distancia siempre por medio, se dicen adiós. “Cuando todo esto acabe, vendremos a daros un abrazo”, promete Marita.

Cuando todo esto acabe.

Mientras vuelve hacia el coche, examina el certificado de defunción que le han entregado. Se detiene en el apartado donde, a bolígrafo y en letras mayúsculas, figura la causa de la muerte: Neumonía por coronavirus no confirmada.

De camino a la funeraria, el coche pasa al lado de un panel de tráfico que advierte, en letras luminosas, de lo que se vive en todo el planeta: “Alarma coronavirus”. El aviso parece casi innecesario. Este 12 de abril se palpa en las calles vacías, en los controles policiales, en las verjas echadas, en una excepcionalidad que enrarece hasta el duelo por la muerte.

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—¿Sabe por qué vamos así?

La pregunta viene de una auxiliar enfundada en un equipo de protección: el calzado envuelto en plásticos, bata, guantes, media cara tapada por una mascarilla y la cabeza cubierta por un gorro quirúrgico. El anciano, de 89 años, en pantalón azul y jersey marrón, la mira desde la butaca a la que ha llegado apoyado en un andador.

—¿Sabe por qué vamos así?

—Sí.

—El virus.

—Sí.

En la planta baja de esta residencia de ancianos de Sabadell, a pocos kilómetros de Barcelona, un equipo de la oenegé Open Arms prepara el papeleo y el material para hacer a un hombre la prueba de detección de la COVID-19 como parte de un ensayo clínico dirigido por el doctor Oriol Mitjà y coordinado por la Fundación contra el Sida y las Enfermedades Infecciosas y el hospital Germans Trias i Pujol.

Albert, uno de los voluntarios, cuenta al anciano en qué consiste la prueba. Le dirá si es positivo o negativo, si lo tiene o no lo tiene.

—¿Y si sale positivo ya podemos andar por la calle?

—No, hombre, no. Si es positivo, entonces tendrá que estar con más motivo aquí dentro.

—Me cago en diez.

A la espera de que le hagan el frotis, el anciano se pasea por los sótanos de su memoria y rescata recuerdos de su niñez: habla de la guerra que le pilló con cinco años y terminó cuando ya tenía ocho, de la huida de su padre, de cómo en algún momento alguien le dio un arma más grande que él mismo. Forma parte de ese colectivo que vivió la guerra civil y las penurias de la posguerra, el franquismo, la transición a la democracia, la llegada del nuevo siglo. Y, ahora, una pandemia.

—¿Dónde está mi careta?

Se palpa el pecho con dedos como nudos, buscando en vano una mascarilla. Ya le han hecho la prueba. Hasta dentro de unos días no se sabrán los resultados. Una auxiliar le acerca la mascarilla y, apoyado en el andador, vuelve a su habitación.

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La funeraria trabaja sin descanso. Con el certificado de defunción preparado, Marita espera con su hijo a que uno de los responsables termine de atender a las dos personas que hay en la oficina. Ella es trabajadora social: lleva más de tres décadas dedicada a sectores como urgencias o protección de menores.

—Para mí, lo que ocurre en las residencias es una doble decepción. La administración no ha sido capaz de proteger a uno de los colectivos más vulnerables, el de la tercera edad. Tanto que los hemos priorizado y los hemos cuidado, y a la primera que los abuelos han tenido problemas, nos hemos olvidado de ellos.

Las semanas anteriores a la muerte de su madre, Marita vio cómo la dirección de la residencia Vivaldi se dejaba la piel, dice, para conseguir recursos y apoyo. Ella misma se movilizó al ver cómo se desbocaba la situación: el último sábado de marzo había seis ancianos con síntomas de COVID-19. Al día siguiente eran diecisiete, y dos días después veintiuno de los veintisiete residentes mostraban síntomas. Marita se sumó a las reclamaciones de la residencia y contactó a su vez con el Ayuntamiento, con los bomberos, con la Policía municipal. A principios de abril llegó un equipo de desinfección de la unidad militar de emergencias. Pero los test para los residentes seguían sin llegar. También escribió a finales de marzo una carta al Síndic de Greuges —el defensor del pueblo en Cataluña— que refleja su frustración:

“Las residencias, que son centros asistenciales, se están utilizando como centros sanitarios pero sin el apoyo ni los medios necesarios (…). El 061 responde de forma robótica a las demandas de la directora, indicando el protocolo del día, pero sin ninguna solución efectiva. Lo que vemos los familiares es que la administración los está dejando morir sin ninguna atención especializada. Y de eso no se habla. Los datos que dan en el telediario son mentira”, escribió.

Aquel fin de semana se hablaba de 400 ancianos en toda Cataluña.

—Nosotros sabíamos que la cifra era mentira. Si solo en la residencia de mi madre había una veintena, era imposible. Recuerdo que aquella semana se hablaba de las residencias pero de una manera tangencial, se decía que ya se les estaba llevando ayuda, se hablaba de casos y muertos por COVID-19… Pero no hablaban de los que no tenían la prueba hecha.

El encargado de la funeraria entra a la sala de espera para indicar a Marita que ya puede pasar a la oficina. Su hijo tiene que quedarse fuera: solo puede entrar una persona, le advierten.

—Pero cuando hemos llegado había dos.

—Sí, pero el suyo es un fallecido por COVID-19. Solo puede entrar usted.

***

Julia Rajo, directora de la residencia Vivaldi, con trece plazas públicas y catorce privadas, no esconde su frustración. Hablamos con ella el 6 de abril, seis días antes de la muerte de Juana: los fallecidos entonces eran once —el último esa misma mañana— y prácticamente todos los residentes tenían síntomas.

Poco después de que el primer anciano mostrara síntomas compatibles con el coronavirus, el 16 de marzo, la directora empezó a pedir pruebas para todos los residentes para comprobar si había positivos y aislarlos convenientemente. Cuenta que envió e-mails a entidades, llamó al teléfono 061, al de vigilancia epidemiológica. Y que le dijeron que no se hacían pruebas. “Que solo se hacían a casos muy graves en el hospital”, dice.

Finalmente, a través del Centro de Atención Primaria (CAP), logró que hicieran el test a la primera persona que había mostrado síntomas. Resultó positivo y a raíz de eso lograron pruebas para otros dos residentes: también positivos. Los aisló, pero los síntomas empezaron a aparecer en más ancianos. El resto de las pruebas pedidas no llegaban, ni tampoco el material. “Pedí un saturador [de oxígeno] al Ayuntamiento, a la Generalitat, al CAP, a todas partes. Nadie. No ha llegado ninguno”. Lo único que recibió, la primera semana de abril, fue una caja de mascarillas, explica. Ella había adquirido por su cuenta material de protección —gel desinfectante “para aburrir”, mascarillas, gafas protectoras—, y para cubrir el uniforme y el calzado utilizaron el plástico de bolsas de basura. En la residencia también tenían un concentrador de oxígeno que la directora adquirió en su día y que iba pasando de habitación en habitación.

El teléfono no para de sonar mientras Julia habla. En la sala contigua, los voluntarios de Open Arms hacen pruebas a las auxiliares para el ensayo clínico. Habituado a trabajar en rescates en el Mediterráneo, el equipo ha cambiado de escenario y contribuye, estos días de emergencia sanitaria, a realizar test en residencias y trasladar a ancianos para intentar contener los contagios.

—¿Ha habido traslados a la UCI?

— No. Aquí imposible.

Esta crisis sanitaria ha cargado a los médicos con la responsabilidad inmensa de decidir quién va a la UCI. Distintos organismos han publicado recomendaciones y guías en las que entran en juego muchos factores: desde años de vida hasta el estado funcional y los problemas crónicos de los pacientes. El Departamento de Salud de Cataluña envió a finales de marzo a los servicios de emergencia un documento en el que recomendaba evitar el ingreso en cuidados intensivos a los pacientes mayores de 80 años, aunque subrayaba que por encima de estas pautas debe prevalecer el criterio médico. La Sociedad Española de Medicina Intensiva Crítica y Unidades Coronarias hizo recomendaciones en el mismo sentido, mientras que el Ministerio de Sanidad intervino en el debate, ya entrado abril, con un informe que califica de inaceptable rechazar a pacientes en UCI por el criterio de la edad. Más allá de la tinta sobre papel, quienes en última instancia llevan el enorme peso de cada decisión son los médicos.

—Entiendo que hagan un corte, yo entiendo todo eso. Lo que no entiendo es que no se haga un maldito test para, por lo menos, preservar a los que están bien. Porque si hacen el test a todos, entonces yo ya sé quiénes son los positivos y los pongo solos; a los otros los dejo aislados de dos en dos, siempre, y por lo menos puedo organizarme mejor. Pero es que voy dando palos de ciego.

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Navàs está a unos 80 kilómetros de Barcelona y tiene 6.023 habitantes. Es Sábado Santo y la carretera que lleva al centro del pequeño municipio está vacía, igual que sus calles. Al fondo de una se ven tres siluetas cargadas con bolsas de la compra. La residencia municipal de ancianos es un edificio marrón situado en la parte oeste, cerca de la autopista de Montserrat. Frente al porche principal, una veintena de empleados espera al equipo de Open Arms para participar en las pruebas del ensayo clínico. El centro tiene 74 plazas: desde el inicio de la crisis por la COVID-19, han muerto nueve de sus residentes.

—Los conocemos de toda la vida. Abuelos que iban a comprar después los ves aquí… Te has criado con ellos.

Lucía lleva 17 años trabajando en la residencia. Su compañera Montse, 14. Las dos repiten las palabras pena, riesgo, ansiedad. Están en primera línea y psicológicamente, dice Montse, muy abajo.

—Estamos preocupadas por la familia. Porque tú vas a casa y no sabes lo que vas a llevar. Tienes a tus hijos, tienes a tu marido que también tiene una edad, que también puede ser un colectivo de riesgo. ¿Y tú cómo vas a casa?

Al principio no había material para todas, recuerda: trabajaban con lo que llevaban de casa. Como en otros lugares sacudidos por la emergencia, tiraron de bolsas de basura para hacerse ellas mismas equipamientos de protección. Luego empezaron a llegar las mascarillas y trajes confeccionados a golpe de máquina de coser por voluntarias del pueblo. Las gratitud de ambas va dirigida a los vecinos, al alcalde, a un colectivo de Cáritas. “Están haciendo cosas por nosotros. Porque ven que nos jugamos nuestra piel, nuestra salud”, dice Montse. Lucía habla del cansancio, de no poder dormir por la sensación de tener los síntomas sin saber si son reales o algo imaginario causado por la ansiedad. De los abuelos que no saben lo que ocurre y de la anciana que el otro día, al ver cómo iba protegida, le soltó: “¡Vaya teatro que estáis haciendo!”. Son muchos, interviene Montse, los que no saben qué pasa.

—Y cómo les podemos explicar nosotras… Nos preguntan: ¿Por qué vais vestidas así? Y nosotras intentamos animarles, les decimos que estamos así por la situación, pero que cuando esto pase ya nos pondremos otra vez como siempre. Nosotros lo hacemos por ellos, porque si no, cogemos la baja y nos quedamos en casa. Pero si todo el mundo abandona el barco, este barco se hunde.

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El alcalde de Navàs, Salvador Busquets, también se encuentra entre el grupo que espera en el porche de la residencia. Dice que la falta de material y, como consecuencia, la “inseguridad brutal” ha sido el gran problema para lidiar con la situación en la residencia del municipio.

—Llegaron 25 test rápidos, que no sirvieron para nada. Se hicieron a trabajadores y todos dieron negativo [la fiabilidad de los resultados se puso en duda más aún después de que uno de los supuestos negativos diera luego positivo en el hospital]. Hasta ayer no llegaron a hacer PCR [test que detectan el genoma del virus, más fiables que los rápidos] a los residentes. Han pasado tres semanas sin absolutamente nada. Toda la equipación que llevan los trabajadores la ha donado el pueblo.

Explica que ayer llegó también una partida de material de la Diputación —40 monos para 66 trabajadores, dice— y otra del Departamento de Trabajo. También afrontan un problema de recursos humanos: un 25 % de los empleados de la residencia está de baja, muchos de ellos por ansiedad.

—Yo entiendo que la situación era inevitable, pero lo que sí era evitable es que la gente trabajara en estas condiciones.

Otro frente que preocupa al alcalde es el aislamiento: una medida de protección efectiva para evitar contagios que, sin embargo, arrastra la consecuencia dolorosa de la soledad. En las últimas semanas, ante la incertidumbre sobre qué ancianos eran positivos y cuáles no, se actuó por la “generalización” y se fue aislando a cualquiera que mostrara cualquier indicio de síntoma, “sin tener claro si realmente era necesario o no”, dice Busquets. Por protocolo, las familias no pueden entrar. Solamente cuando hay alguien en estado terminal permiten acceder a una persona: es una de las caras más crueles de esta pandemia.

—Tenemos abuelos solos desde hace más de dos semanas encerrados en una habitación. Se nos morirán de pena.

***

En España hay algo más de 5.300 residencias de ancianos con unas 372.000 plazas, según datos de 2019. Cerca de 208.000 son en centros públicos o subvencionadas en centros concertados. Cataluña es la comunidad que encabeza el número de residencias y de plazas, con algo más de mil centros que ofrecen unas 62.000 plazas.

El mapa de residencias en esta comunidad, como en el resto de España, es muy heterogéneo: desde las que pertenecen a grupos internacionales hasta las de proveedores de servicios sanitarios, o las de gestión municipal, o las que son propiedad de pequeños gestores privados… Son centros asistenciales y no hospitalarios. Sus instalaciones, personal y organización son un factor importante a la hora de afrontar la emergencia. Lo subraya Miquel Àngel Mas, médico especialista en geriatría y adjunto a la dirección clínica territorial de cronicidad de la denominada Gerencia Metropolitana Norte de Barcelona, del Instituto Catalán de la Salud. Bajo el paraguas de esta Gerencia hay unas doscientas residencias de esa zona a las que prestan servicios de atención primaria. “Cada residencia es un mundo, cada realidad es muy concreta”, dice. La emergencia ha hecho que los equipos asistenciales trabajen “al máximo nivel de intensidad posible”, según un plan integrado marcado por la estrategia epidemiológica. La enorme complejidad de la situación, añade, hace que este plan varíe en función de cómo cambian esas recomendaciones epidemiológicas.

—La crisis está desbordando a todo el sistema, las residencias no se van a quedar atrás. Nos hemos encontrado con que, a pesar del plan, la situación epidemiológica es la que es. Nos vamos adaptando.

Admite que la participación de muchos actores en el proceso “ralentiza la respuesta”. La coordinación “es compleja”. Además, recalca, la estrategia varía según evoluciona la propia epidemia. “A medida que hay cambios en las recomendaciones epidemiológicas tenemos más acceso a pruebas; la estrategia actual es hacer test y a partir de ahí tomar decisiones en cada uno de estos centros”.

El Departamento de Salud de la Generalitat —que el 8 de abril asumió la competencia de las residencias, hasta entonces bajo Trabajo y Asuntos Sociales— prevé realizar unos 1.500 test al día en las residencias de Cataluña para decidir las intervenciones en cada una. El Gobierno catalán también ha aprobado traslados: a mediados de abril se habían reubicado 480 ancianos a espacios mejor acondicionados, y cerca de otros 500 habían dejado las residencias y regresado con sus familias.

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Un voluntario de Open Arms protegido con un buzo empuja la silla de ruedas de Josefa, de 92 años. Los equipos de esta ONG apoyan, por una parte, al Ayuntamiento de Barcelona en los traslados, y por otra contribuyen en la realización de test en residencias: desde el 30 de marzo hacen pruebas para el ensayo clínico que ya ha sido descrito en esta crónica, y ahora han sumado sus fuerzas para realizar los test masivos de la Generalitat en 290 residencias con al menos un caso positivo confirmado. Cuentan con 30 vehículos, todos provenientes de una cadena solidaria, y un equipo de voluntarios formados para realizar las pruebas.

Uno de ellos acompaña a Josefa a la ambulancia que la trasladará al Centro Integral de Salud de Cotxeres, especializado en enfermos crónicos. Sus pertenencias van apretujadas en una pequeña maleta. Detrás suben a una mujer que no recuerda su edad pero sí que nació en un pueblo andaluz. Pregunta si la van a llevar a casa y se enfurruña cuando le dicen que no, que la trasladan al hospital.

La residencia de ambas es un pequeño centro de 22 plazas, todas privadas, al lado de un bloque de viviendas de protección oficial en el norte de Barcelona. Desde que empezó la emergencia fallecieron aquí tres personas. Hoy trasladan a seis de los ancianos a otro lugar.

A unos 10 minutos en coche de aquí, en una calle residencial cerca del Parque Güell, se levanta una villa de tres plantas. Aparcadas enfrente hay dos ambulancias y está a punto de llegar una tercera. En la entrada espera Jesús, encargado improvisado de esta residencia de 35 plazas. Habitualmente él se encarga de mantenimiento. Sin embargo, hace unos días hicieron el test de COVID-19 a todos, empleados y residentes, y todos fueron positivos excepto él y otros dos compañeros. Aquello le dejó a él como encargado temporal. Cuenta que ayer fueron trasladados siete ancianos y otra fue ingresada en UCI; hoy se llevan a las que quedan, todas mujeres, a uno de los espacios habilitados en Barcelona. Las ancianas no parecen extrañadas de ver al encargado enfundado en un mono blanco que le cubre de pies a cabeza. El material de protección llegó a esta residencia a finales de marzo, dice Jesús, y las pruebas se hicieron a principios de abril. El gran problema aquí ha sido la reducción del equipo, diezmado por la COVID-19. Pese a ello, el personal “ha estado luchando para que no les falte de nada” a los residentes.

—Sé que es duro para nosotros, pero esto se hace por humanidad. Cuando llueve, nos mojamos todos.

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A intentar aliviar la situación en las residencias contribuye también Médicos Sin Fronteras (MSF), que ha intervenido en 120 centros de mayores en toda España, 70 de ellos en Cataluña. Entre otras cosas, asesoran sobre cómo afrontar un alto número de enfermos de COVID-19: forman al personal en manejo de equipos de protección personal e higiene, y rediseñan los espacios para que las personas positivas y los casos asintomáticos permanezcan en áreas separadas. También promueven comités de crisis para sentar a los actores implicados en una misma mesa, sin importar si las residencias son públicas o privadas. Y defienden “el trato digno a los pacientes, el derecho de las personas mayores a un tratamiento preferente y cuidados paliativos”, explica Ximena di Lollo, coordinadora de atención a mayores en residencias. Para ello, subraya, es fundamental que las residencias tengan los recursos necesarios.

—Es inaceptable que los mayores mueran solos, tristes, confundidos y sin tener a ninguno de sus seres queridos cerca. Lo vemos como algo inhumano. Hay que proveer al familiar de un equipo de protección adecuado, y que la residencia esté gestionada correctamente. Y en este momento, con el desbordamiento que hay porque no tienen personal, es muy complicado.

***

En la funeraria de Sabadell, Marita, la hija de Juana Terrés, sigue con el trámite para la cremación de su madre. En la sala de espera, su hijo Teo nos cuenta que la emergencia le ha hecho perder de la noche a la mañana su trabajo en un restaurante en el que ayudaba los fines de semana: otra de las consecuencias de esta crisis que al principio se miraba de lejos en otro continente y que llegó hasta aquí como un bofetón.

Marita sale finalmente de la oficina, tras cerrar los detalles para la cremación. La lista de espera obliga a que sea dentro de nueve días. Las cenizas se las entregarán en una fecha incierta: “Cuando se pueda”.

—Ahora yo ya no tengo prisa. Cuando sea, será.

Luego las trasladarán a L’Hospitalet de Llobregat para que descansen junto a los restos de su marido, como ella quería. Marita tiene la sensación de que toda esta situación le ha robado algo, y reflexiona:

—El tema no es que se ha muerto la abuela. Es cómo se ha muerto, con qué abandono. Se ha muerto sola y nosotros no podemos ni tocarnos —dice—. Socialmente no puede ser que no pase nada. De esto tiene que salir la conciencia y el replanteamiento del sistema residencial. Ahora porque ha pasado esto, pero es un sector en el que trabajan como… No os podéis imaginar. Hay que plantearse qué recursos les otorgan.

El nombre de Juana aparece al día siguiente en un periódico local entre los de más de medio centenar de fallecidos ese fin de semana en la provincia de Barcelona.

“Juana Terrés. Murió ayer. Sin ceremonia”.


 

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