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LA ÚLTIMA SOLEDAD

25 Jun, 2020

La historia acogerá el año 2020 como el de la guerra biológica más amplia y mortífera de la Humanidad. Sin armas, ni ciudades destruidas, sin guerreros, sin medallas ni treguas. Un agente microscópico está llevando a cabo la venganza de una macro naturaleza maltratada, poniendo de rodillas a una sociedad de la opulencia que no ha podido defenderse con sus habituales recursos, enfrentándola a tener que reconocer que es mucho más vulnerable de lo que presumía. Como toda guerra origina un innumerable sufrimiento y hace crecer el conjunto de seres desfavorecidos, extendiendo por doquier la condición de pobreza. Sería la oportunidad de que esta sociedad del desarrollo, herida y desconsolada, volviera el rostro hacía ese amplio mundo donde el hambre y la injusticia se han hecho permanentes, y sobre cuya población cae ahora la pandemia como una inmensa catástrofe sin posible contención.

En este país los enfermos y fallecidos por este virus han sido tan numerosos y tan inadecuadamente contabilizados, que mal se puede ofrecer una cifra real. Conmueve su número y la circunstancia en la que se ha desarrollado su atención. Superadas las previsiones de una estructura asistencial incapaz de responder, se ha “hecho lo que se ha podido”, ha puesto en evidencia la escasa capacidad de los estrategas de turno y el titánico esfuerzo,  en la primera línea de las trincheras, de la clase sanitaria y  en la retaguardia la Sociedad Civil.

Sin que se pueda cerrar la amenaza de esta situación donde tanto desconocimiento científico aún existe, un pequeño grupo de personas que constituyen el Voluntariado Geriátrico de Pamplona, desea resaltar uno de los aspectos más dolorosos de la evolución de estos enfermos, muchos hacia la Muerte y otros hasta su penosa recuperación: la soledad. Una soledad que tiene rasgos suficientes para calificarla de trágica. Si el virus SARS-2-CO ha elegido con preferencia a las personas de edad, en especial en los centros residenciales, todos los enfermos y la población en general  han sido sometidos a un obligado aislamiento para evitar su extensión. En los Hospitales, solo estaban cerca unos profesionales agobiados por un quehacer continuado y que, entre su ingente tarea, compasivos, dedicaban algunas palabras de consuelo y un breve contacto con sus manos gruesamente enguantadas. Esto sucedía en las Unidades de Cuidados Intensivos. Ya en las plantas, la calidad de los cuidados y la relación humana con el personal mejoraba. Pero no estaban los suyos. El asilamiento ha supuesto un agravamiento insuperable de la situación de estos pacientes en estas instituciones hospitalarias. El sufrimiento era físico -molestias amplias por la posición inalterable, los tubos, la angustiosa respiración-pero, acaso peor, el psicológico, la proximidad del morir, la imposibilidad de comunicarse, de ver a un rostro querido, de sentir una mano que da razón de un largo cariño. Es la última soledad, la que antecede al inevitable poder de la Muerte, en esa desnudez existencial donde el Otro no posee proximidad.

En las Residencias la situación ha sido parecida, con algunas variantes desconsoladoras. Sorprendidos por la evolución social del Coronavirus con su alta contagiosidad, los residentes y el personal con rapidez se infectaron. El cierre de estos Centros fue tardío. Muchos de ellos no poseían ratios de cuidadores suficientes para atenciones extraordinarias y el personal sanitario era escaso. Todas las residencias se descubrieron incapaces de responder ante las exigencias de atención de tantos ancianos enfermos. Las ayudas técnicas no llegaban: material de protección, pruebas de infección viral, presencia de médicos y enfermeras, posibilidades de evacuación hospitalaria. Y el aislamiento. Se clausuraron las Residencias para los visitantes, se les encerraron en sus habitaciones, y en algunos casos, se trasladó a los presuntos sanos, a establecimientos hoteleros. En los peores días, los fallecidos quedaban en su habitación o en alguna dependencia a la espera, que no se sabía cuándo, de ser recogidos por los Servicios Funerarios. El sufrimiento de los enfermos se agravaba cuando eran capaces de advertir que no recibían la asistencia que precisaban y que la Muerte no tardaría en llegar. Estaban solos y desamparados. No cabe duda que la relación humana con los cuidadores sería correcta, hasta cálida, pero la familia estaba ausente.

Son estas dos escenas de la catástrofe social, sanitaria y humana que ha padecido el país y todo el mundo desarrollado. Los más lúcidos y optimistas entre pensadores y sociólogos señalan que sería la hora de favorecer el cambio de esta sociedad por otra más sensata y justa. Llegaran enseguida las consecuencias perversas económicas y sociales, en los que la responsabilidad ética individual y las decisiones de una clase política que se ha ganado la desconfianza, serán la base de una lenta e insegura normalización.

Pero los que hemos asistido impotentes, y con no poca indignación, a estos dramáticos aconteceres, sin poder ayudar a tan amplia y doliente soledad por el confinamiento, estamos considerando que es necesario organizar modos de aproximación, virtual o presencial, a quienes puedan hallarse en semejante situación en tiempos venideros. Tal grado de soledad, en la población mayor que es donde más emerge este mal, nos obliga a proyectar medidas donde la imaginación la experiencia y la valentía ayuden a paliarla. Esto será una más entre las que la Sociedad ha de ejercitar para evitar semejante conflicto derrumbador. De nuevo, se ha claramente señalado que el contingente sanitario ha sido el principal protagonista ante la inminente hecatombe,  y que una parte de los ciudadanos enmarcados en instituciones solidarias han ejercido una amplia intervención de ayuda,  demostrando que son  una fuerza indiscutible en situaciones de inesperada emergencia.

 

Juan Luis Guijarro. Voluntariado Geriátrico de Pamplona.

Junio.2020.

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